mayo 27, 2008

"Ni siquiera un buen fin justifica que los políticos mientan"

Hans Küng, el reconocido y polémico teólogo suizo analiza en este artículo un tema central de la política de estos tiempos en todo el mundo.


TUBINGA, Alemania.– Un presidente, ¿debería mentir? ¿Debe hacerlo en ciertas circunstancias? Este interrogante ético será fundamental para el sucesor de George W. Bush.

El ex secretario de Estado Henry Kissinger no tiene reparos en justificar las mentiras. Cree que el Estado y, por ende, el estadista tienen reglas morales distintas de las del ciudadano común. Aplicó este criterio en sus años de funcionario del gobierno de Nixon. Más tarde lo defendió enérgicamente en su libro La diplomacia (1994). Allí expresa su admiración por Richelieu, Metternich, Bismarck y Theodore Roosevelt, entre otros muchos personajes históricos.

Cuando le dije que semejante política de poder me parecía inaceptable, él replicó, no sin cierta ironía, que el teólogo veía las cosas “desde arriba” y el estadista, “desde abajo”.

En 2007 formulé la misma pregunta sobre la mentira y la moral política a un buen amigo de ambos: Helmut Schmidt, ex canciller de Alemania Federal, que acababa de dictar la Conferencia sobre etica global en la Universidad de Tubinga. "Henry Kissinger dice que el Estado tiene una moral diferente de la del individuo. Es la vieja tradición maquiavélica -le expresé-. ¿Acaso el político que se ocupa de las relaciones exteriores tiene, en realidad, una moral especial?"

"Estoy firmemente convencido de que no hay una moral diferente para el político, incluido el que trata las relaciones exteriores -respondió Schmidt-. Muchos políticos europeos del siglo XIX sostuvieron lo contrario. Tal vez Henry sigue viviendo en el siglo XIX... No lo sé. Tampoco sé si todavía defiende ese punto de vista."

Aparentemente, sí. Hace poco, al recomendar una mayor participación militar en las guerras de Irak y Afganistán, Kissinger se mostró como un político que continúa pensando en términos maquiavélicos. Por otro lado, en fecha reciente abogó por el desarme nuclear. ¿Es una contradicción o una señal de la sabiduría del anciano?

En las reuniones del Consejo de Interacción -constituido por ex jefes de Estado y de gobierno, y entre cuyos asesores me cuento- también se discuten cuestiones éticas. Recuerdo que en 1997, entre todos los interrogantes en torno a la Declaración de las Responsabilidades Humanas, emitida por el Consejo, ninguno suscitó un debate tan vivo como éste: "¿No hay que mentir?". El artículo 12 de la Declaración se refiere a la veracidad, y dice: "Nadie, por importante o poderoso que sea, debe mentir". Pero le sigue una contrapartida: "El derecho a la intimidad y a la confidencialidad personal y profesional debe ser respetado. Nadie está obligado a decir constantemente toda la verdad a todo el mundo".

Así pues, por mucho que se ame la verdad, no se debe caer en el fanatismo.

Pero no exageremos. Los políticos también son seres humanos y, en un aprieto, hasta una persona veraz puede mentir. No me refiero a las mentirillas jocosas, sino a las mentiras deliberadas. Una mentira es una declaración que no concuerda con la opinión de quien la formula y apunta a engañar a otros, ya sea para perjudicarlos o bien para obtener una ventaja personal. Como dice el Decálogo: "No darás testimonio falso contra tu prójimo" (Exodo 20:16). Cierta vez, un ex ministro de Relaciones Exteriores de un país del sudeste asiático me contó, sonriente, que en su ministerio alguien había definido así a un embajador: "Es un hombre enviado al exterior a mentir". Hoy, ya no se puede construir una diplomacia eficiente a partir de esa noción.

En la época de Metternich y Talleyrand, dos diplomáticos todavía podían mentirse abiertamente el uno al otro. Hoy, pese a todas las astutas tácticas de negociación, la franqueza es un requisito de cualquier diplomacia secreta eficaz. A la larga, el juego sucio y el engaño no dan resultado. ¿Por qué? Porque socavan la confianza. Y sin confianza es imposible hacer una política que modele el futuro.

Por tanto, la primera virtud diplomática es el amor a la verdad. Así lo dijo el diplomático británico sir Harold Nicolson en su libro La diplomacia (1939). De paso, Kissinger sólo menciona este clásico a regañadientes en la página de copyright de su obra homónima. Jamás lo cita en el texto. Esto da la razón a Thomas Jefferson y otros estadistas como él: hay una sola ética, y es indivisa. Ni siquiera los políticos y estadistas tienen derecho a una moral especial. Los mismos criterios éticos se aplican por igual a los Estados y los individuos. Ni aun los fines políticos justifican el uso de medios inmorales.

En consecuencia, la veracidad -reconocida, desde la Ilustración, como el requisito básico de la sociedad humana- rige no sólo para el ciudadano común, sino también, y en particular, para los políticos. ¿Por qué? Porque los políticos son especialmente responsables del bien común. Además, gozan de bastantes privilegios. Si mienten en público y faltan a su palabra (sobre todo después de las elecciones), el resentimiento popular resulta comprensible. En las democracias, lo pagan con la pérdida de confianza, de votos y hasta del cargo.

Las mentiras individuales, como las que soltó el ex presidente Bill Clinton en el caso Monica Lewinsky, son malas. Pero peor es la falsedad que llega al corazón de las personas y a sus actitudes básicas (pudimos percibirla en el presidente Bush en estos cinco años de guerra en Irak). Y lo peor de todo es la mendacidad, capaz de impregnar vidas enteras. Según Martín Lutero, para que una mentira se parezca a la verdad o tenga apariencia de tal, tiene que traer consigo otras siete.

Sin duda, también hay políticos y estadistas honestos. Conozco unos pocos. Todos deben practicar la astucia, tanto como la virtud de la veracidad. Deben ser inteligentes, perspicaces,ingeniosos y astutos, pero nunca aviesos. Deben saber cuándo, dónde y cómo hablar... o callar. No todo circunloquio o exageración es de por sí una mentira. Nadie discute que, en situaciones acotadas, puede haber conflictos de responsabilidades en los que los políticos tengan que decidir según su conciencia.

"Hubo muchos momentos difíciles. No podíamos decir la verdad y, a menudo, teníamos que callarla u ocultarla", me contó el ex presidente norteamericano Jimmy Carter tras una sesión del Consejo de Interacción. Y añadió: "Pero en mis tiempos no mentíamos en la Casa Blanca". Esto me impresionó profundamente.


Por Hans Küng
Para LA NACION